L’origine storica del diritto commerciale, come disciplina giuridica autonoma, ha radici in due grandi fenomeni: uno economico (l’affermarsi della produzione in serie di beni e servizi), l’altro giuridico (l’affermarsi della giurisprudenza degli interessi, con relativo distacco dalla giurisprudenza concettuale). Le materie comprese nella disciplina si sono progressivamente concentrate su due nuclei fondamentali: l’impresa e il mercato (meglio secondo l’a., “i mercati”). In questa prospettiva, la disciplina dei mercati ha assunto progressivamente un rilievo sistematico prioritario. Si tratta, comunque, di materie in continua evoluzione (e trattate, per certi aspetti, anche da altre discipline giuridiche). Da qui una costante difficoltà a tracciare confini precisi della disciplina giuscommercialistica e a costruire (a differenza di quanto è avvenuto in altri settori del diritto) una “parte generale” del diritto commerciale, distinta da più parti speciali. Queste difficoltà si traducono in incertezze sulla stessa denominazione della disciplina: solo in Italia e nei paesi di lingua spagnola il termine “diritto commerciale” continua ad essere usato con riferimento a tutta la materia dell’impresa e dei mercati. Tuttavia, le ragioni dell’autonomia del diritto commerciale, come diritto dell’impresa e dei mercati, rimangono valide e ciò deve indurre i cultori della disciplina a curare al massimo il rigore analitico delle loro elaborazioni. Il saggio si conclude con un esame dello stato attuale delle fonti del diritto dell’impresa e dei mercati: la legge continua ad avere un ruolo centrale, ma è diventata terreno di sperimentazioni e modifiche continue; la soft law svolge un ruolo crescente, ma anche gli usi commerciali continuano ad avere vitalità, in una dimensione globale e dinamica (lex mercatoria), ben diversa dalle consuetudini della tradizione.
The historical origin of commercial law, as an autonomous legal discipline, is rooted in two major factors: one economic (the consolidation of mass production of goods and services), one legal (the emergence of the law of interests, with its relative detachment from conceptual law). The subjects included in the discipline progressively focused on two fundamental cores: the enterprise and the market (according to the Author, “the markets”). From this perspective, the regulation of markets has progressively assumed primary systematic importance. However, these are constantly evolving subjects (and addressed, in some aspects, by other legal disciplines as well). Hence a persistent struggle to draw precise boundaries of commercial law and to build (unlike in other areas of law) a “general part” of commercial law, distinct from several special parts. These difficulties translate into uncertainties about the very name of the discipline: only in Italy and Spanish-speaking countries does the term “commercial law” continue to be used with reference to the entire subject of business and markets. However, the reasons for the autonomy of commercial law, as the law of business and markets, remain valid, and this should prompt scholars of the discipline to take the utmost care in the analytical rigor of their elaborations. The paper concludes with an examination of the current state of the sources of business and markets law: the law continues to play a central role, but has become a ground for continuous experimentation and modification; soft law plays an increasing role, but business practices also continue to have vitality, in a global and dynamic dimension (lex mercatoria), quite different from the customs of tradition.
I. El problema de la delimitación del Derecho mercantil (a modo de introducción). – 1. El punto de partida desde la codificación. - 2. Auge y defección de la doctrina. - 3. Creciente complejidad y especialización de la materia mercantil. - II. La incertidumbre en torno al Derecho mercantil y sus principales manifestaciones. – 1. Presentación. - 2. La denominación. - 3. El contenido. - 4. La sistemática. - 5. La ordenación normativa del Derecho mercantil. - III. Consideraciones finales (Eppur si muove).
Iniciar una reflexión sobre los caracteres principales (delimitación, contenido, naturaleza) de una determinada disciplina jurídica es una tarea intelectual no demasiado frecuentada en nuestros días, frente a una rica tradición, hoy aparentemente olvidada. Más que buscar el sentido y la razón de ser de esa disciplina, interesa más, en apariencia, profundizar en los detalles de sus distintos apartados, susceptibles, por otra parte, de ser considerados, a su vez, auténticas (y más modernas) disciplinas jurídicas. Esta orientación, que sería comprensible desde una perspectiva profesional, no deja de resultar sorprendente cuando se la contempla con sentido conceptual y dogmático, más propio, por lo tanto, del jurista académico.
Y hablo de sorpresa porque, en ese mismo ámbito, resulta ineludible preguntarse por el “ser” de una determinada materia, aunque solo sea para presentar, con perspectiva docente, los perfiles de aquello que constituye el objeto principal de explicación a los alumnos. No se me oculta, claro está, que esa presentación no ha de ser cerrada o monolítica, como si la disciplina en cuestión disfrutara de una esencia perfectamente delimitada y mantenida de manera inmutable ante la evolución social y ante la actividad, hoy por hoy incesante, del legislador, no sólo nacional. Siendo así las cosas, hace falta, no obstante, disponer de un planteamiento riguroso y coherente sin el cual la explicación de cualquier materia jurídica resultaría no sólo falsa sino a la vez gravemente perturbadora para sus destinatarios.
Con independencia de estas circunstancias, seguramente comunes a todas las disciplinas jurídicas, tomando esta formulación en el sentido que ha resultado predominante a lo largo del pasado siglo, parece evidente que, en algunas de ellas, como el Derecho mercantil, la cuestión que nos ocupa adquiere perfiles propios. Ello es consecuencia, entre otros extremos, de su acusada historicidad y de su permanente conexión con la realidad económica, cuyos problemas y conflictos intenta ordenar y resolver. Y también se deriva, a modo de contraste, con una tendencia característica durante el pasado siglo, sobre todo, dirigida a encontrar su sentido, como disciplina autónoma. No hace falta destacar que, a lo largo de su ya secular evolución, el Derecho mercantil, desde el ius mercatorum medieval hasta fechas bien recientes, ha sido visto, de manera genérica, como una materia especializada frente al Derecho común o civil, dotada, eso sí, de algunos principios e instituciones propias.
Ya en la etapa de la codificación, y, más precisamente, en las últimas décadas del siglo XIX encontramos dos elementos, de distinta naturaleza, que constituyen “el principio del fin”, cabría decir, de esa visión del Derecho mercantil como disciplina exclusivamente especial frente al Derecho común o civil y su conversión en una materia jurídica esencialmente autónoma, de carácter, eso sí, jurídico-privado. El primero es de naturaleza económica y se refiere a que nuestra disciplina se vendría a ocupar del tráfico económico en masa, frente al tráfico económico singular propio del “individuo propietario”, seguramente el paradigma antropológico que sirvió de inspiración a la originaria codificación civil. El segundo es de carácter jurídico, con una importante dimensión metodológica; se trata de que en el Derecho mercantil adquiriría particular relieve para su comprensión y ordenación conceptual la llamada “Jurisprudencia de intereses”, cuya inicial fundamentación en la doctrina de Philip Heck serviría después como fundamento de numerosas consideraciones al respecto.
Si se mira bien, en esos dos elementos citados (sin perjuicio, claro está, de otros que podrían traerse a colación) se condensa el punto de partida de la trayectoria del Derecho disciplina en la modernidad. De un lado, la referencia al tráfico en masa enlaza con la realidad económica de manera directa, manteniéndose así el hilo de continuidad con el pasado; de otro, tomar a la Jurisprudencia de intereses como principal elemento metodológico para la comprensión del Derecho mercantil, permite superar su clásica insuficiencia científica, por haber sido también históricamente una disciplina “de prácticos”, muchas veces ajenos a cualquier formación académica en el ámbito jurídico.
Sobre esta fundamentación bilateral, surgirán, ya en el siglo XX, las construcciones dogmáticas de mayor relieve, modificativas con frecuencia del punto de partida, pero fundadas, en lo esencial, en la doble perspectiva recién mencionada. Esa labor constructiva no se desarrollará del mismo modo en todos los ordenamientos, destacando, con especial relieve, la labor llevada a cabo por la doctrina italiana, con planteamientos particularmente destacados en algunos sectores de la disciplina, como los títulos de crédito, y sin ignorar la importancia atribuida a la empresa, entendida como actividad, como criterio delimitador del Derecho mercantil. Del mismo modo, debe mencionarse elogiosamente la contribución de la doctrina alemana, sin perjuicio de que en este ámbito, y al hilo de acontecimientos diversos, en los que aquí no cabe entrar, empiece a perder alcance ordenador (y de contenido) en ese país la expresión misma “Derecho mercantil”, circunscrita de manera estricta al núcleo originario del comercio y el comerciante;
Distinto será el caso de la doctrina francesa, sin entrar ahora en la importancia histórica de su código originario, modelo para tantos ordenamientos, entre ellos, si bien con matices, el español. La idea del Derecho mercantil como regulación especial frente al Derecho civil seguirá allí bien viva, llegando incluso hasta nuestros días, sin perjuicio de la elaboración de un nuevo Código de comercio, cuyo significado, al margen de su notable extensión, resulta un tanto diverso frente al decimonónico.
Por lo que se refiere a la doctrina española, debe destacarse que durante mucho tiempo a lo largo del pasado siglo ha sido ocupación de numerosos autores buscar el sentido y la razón de ser del Derecho mercantil, como consecuencia, entre otras cosas, del arcaísmo – ya desde su origen – del Código de comercio de 1885, cuya vigencia se mantiene, a pesar de haber sido “vaciado” de buena parte de su contenido por medio de leyes diversas. Esa habitual reflexión ha producido algunas aportaciones de particular relieve, como la debida al profesor Girón Tena sobre “El concepto del Derecho mercantil”, sin que haya habido continuidad en las últimas décadas. Es relevante, con todo, el intento de elaborar un nuevo código (no de comercio, sino mercantil), fracasado en sus diversas manifestaciones, la última, y relativamente reciente, de 2014.
El abandono progresivo del análisis doctrinal en torno a nuestra disciplina, en el sentido que aquí se postula, constituye una tendencia consolidada en los últimos tiempos. Ello es así, al margen de ciertas orientaciones de mayor ambición, tanto desde una perspectiva puramente histórica (como la llevada a cabo por el profesor Carlos Petit) en España, como sobre la base de un planteamiento contemporáneo, sin desdeñar la trayectoria más reciente (como se manifiesta en la sugerente obra del profesor Mario Libertini).
Con independencia de esta circunstancia, resulta evidente la importancia de las materias que, en numerosos países (por ejemplo, Italia y España) se consideran, de manera convencional, integrantes del contenido de nuestra disciplina. Buena parte de esas materias (pensemos, a título de ejemplo, en el Derecho de sociedades o el Derecho concursal, sin menospreciar el Derecho de la competencia, entre otras) ha sufrido una evolución sumamente intensa, dentro de la cual, y por seguir refiriéndonos al ámbito europeo, encontramos un importantísimo factor de propulsión, como es la Unión europea y el Derecho elaborado por ella, a través de diversas fuentes y sin visos de interrupción.
De esta esquemática presentación, se deduce que las materias mercantiles (si no queremos hablar de Derecho mercantil, aunque, de ser así, el planteamiento resultaría equivalente) mantienen como elementos invariantes para su articulación las dos nociones básicas que acompañan a nuestra disciplina desde antiguo: la empresa, como expresión institucional preferente del tráfico en masa y como idónea forma de actividad a tal efecto, y el mercado, como ámbito de inserción de la empresa, encuadrada y comprendía en su singular normativa reguladora.
Pero, al mismo tiempo, la intensa renovación reguladora a la que acabo de aludir ha hecho mucho más complejas a las diversas materias mercantiles, acentuando sus caracteres e introduciendo valores e intereses nuevos o, al menos, no del todo considerados previamente. Se manifiesta, así, una tendencia a la especialización de las mismas, de modo que podría llegar a establecerse una suerte de relación semejante entre el Derecho mercantil y sus componentes a la que aquél mantuvo históricamente con el Derecho civil. Y ello, con la diferencia de que, propiamente, el Derecho mercantil básico o general (me resisto a llamarlo “común”) no ha llegado a convertirse en un cuerpo normativo de significado equivalente al viejo Derecho civil; salvo algunas reglas, más o menos desarrolladas en algunos ordenamientos, no parece posible cubrir las lagunas o las insuficiencias de las materias mercantiles especializadas con la aplicación supletoria del (a lo que parece, inexistente) Derecho mercantil “genérico”.
Por lo expuesto, hablar hoy de Derecho mercantil, como disciplina jurídica autónoma y única (sin perjuicio de todas sus partes) constituye un planteamiento nada evidente y ofrece numerosas incertidumbres, sobre cuya base se fundamenta el título asignado a este trabajo. Para una clásica doctrina, como lo fue en su día la representada, de manera efímera, por el jurista italiano (de nombre español) Flavio López de Oñate, la certeza del Derecho resultaba ser una exigencia ineludible a fin de conseguir soluciones equitativas y seguras respecto de los conflictos de intereses contemplados por el ordenamiento. Esa perspectiva, predominante durante muchos años, no goza hoy de la misma consideración en lo que atañe, al menos, al Derecho mercantil; ello es así, no sólo por la abundancia reguladora y la continua mutación de tantas normas, sino por la existencia de serias dudas sobre la posibilidad misma de articular dicha categoría como auténtica disciplina jurídica autónoma.
¿Sería posible corregir, no diré superar, ese “presente incierto”? ¿De qué manera? Más que soluciones, tengo dudas, algunas de las cuales expondré hoy aquí, teniendo en cuenta las novedades relevantes en el Derecho mercantil de nuestros días, pero al mismo tiempo también las posibles “fortalezas” de la disciplina, idóneas, tal vez, para buscar alguna forma de comprensión y ordenación global de su amplio y variado contenido. A tal fin, pasaré seguidamente revista esquemática a algunos grandes temas alrededor de los cuales resulta posible apreciar, en su caso, el citado “presente incierto”, así como, de manera conjunta, las posibilidades de mantenerse y, también en su caso, prosperar, de nuestra disciplina.
Se trata de encontrar, así, la vía de acceso idónea que nos proporcione noticias precisas y fidedignas sobre lo que pueda ser en nuestros días el Derecho mercantil. Este proceder, de cuño metodológico, puede elegir, claro está, diversos supuestos, pero los aquí seleccionados, como se verá a continuación, constituyen, a mi juicio, los principales, a la vez que resultan, con diversa intensidad, eso sí, ineludibles para quien se embarque en una operación intelectual como la descrita.
2.1. El eco arcaizante de la fórmula “Derecho mercantil”.
El primero de esos supuestos es el más evidente o, si se quiere, el más inmediato; me refiero a la denominación de la disciplina y se trata, por lo tanto, de ver en qué medida la rotulación “Derecho mercantil” permite informar adecuadamente de sus circunstancias y caracteres esenciales. Y aunque resultan obvias las limitaciones inherentes a dicho supuesto, pues suele ser inútil “querer transferir a la rotulación toda la problemática interna de la disciplina” (A. Álvarez de Miranda), no puede dejar de tenerse en consideración, sobre todo cuando, como sucede en nuestro caso, ha adquirido consistencia y duración.
Sin detenernos demasiado en este asunto, conviene destacar, de entrada, el “eco arcaizante” que resulta característico de la fórmula “Derecho mercantil”. Tiene que ver, desde luego, con la historia de la disciplina y su denominación originaria, de la cual deriva; y tiene que ver, más recientemente, con el proceso de codificación llevado a cabo en numerosos países, fundamentalmente europeos, a lo largo del siglo XIX. El hecho de que esos códigos solieran denominarse “de comercio” reforzaba el arcaísmo y suponía (en tiempos modernos) seguramente una suerte de incertidumbre avant la lettre; y ello, como consecuencia de la propia denominación del código, transferida con alteración del adjetivo a la propia disciplina, y su desajuste con la materia regulada, ya no sólo circunscrita al comercio, en sentido económico, sino plenamente inserta dentro del tráfico en masa, y con la empresa al fondo.
Es importante señalar, con todo, la persistencia de la denominación “Derecho mercantil” (o “Derecho comercial”, como suele ser usual en numerosos países hispanoparlantes) en lo que a nuestra disciplina atañe, sin perjuicio, como en seguida se dirá, de algunas propuestas de cambio, o de reajuste terminológico, a fin de conseguir, en lo posible, una mayor adecuación entre forma (denominación) y fondo (contenido de la disciplina).
No es fácil exponer las razones justificativas de esta dilatada conservación, aunque parece lógico entender que entre ellas ocupe un destacado lugar la inercia tradicional de los juristas. De este modo, se dispone de un referente consolidado para individualizar y agrupar diferentes sectores relevantes del ordenamiento jurídico que en el pasado tuvieron en el comercio su elemento aglutinante y que hoy, por una suerte de analogía, se agrupan en torno a la fórmula “Derecho mercantil”.
Sobre esta base, se consigue ofrecer a diferentes ámbitos, como el correspondiente a las profesiones jurídicas, así como el relativo a la formación académica dentro del mundo del Derecho, una denominación cierta, aunque solo sea por su arraigo histórico; gracias a su uso, ampliamente generalizado, pero también legitimado desde distintas vertientes, los diversos operadores jurídicos “se entienden entre sí”, aunque algunos de ellos alimenten dudas sobre la pertinencia de la fórmula. Podríamos decir, en tal sentido, que el enunciado “Derecho mercantil” atesora para los juristas, incluso de latitudes muy alejadas entre sí, una amplia dosis de “valor entendido”, como en la vieja letra de cambio, gracias al cual resulta posible, a la vez que eficaz, la comunicación entre ellos.
2.2. Algunos intentos de cambio.
Como ya he advertido, no han faltado intentos de cambio en el terreno de la denominación, con diferente alcance y también con diferentes consecuencias desde el punto de vista de su implantación. Por lo general, tales intentos no han traído consigo la eliminación de la fórmula “Derecho mercantil”, sino más bien su asignación a un ámbito mucho más reducido, como ha sucedido, de manera ejemplar, en Alemania.
Es en Alemania, precisamente, donde parecen haberse presentado denominaciones que, sin ser estrictamente alternativas (como se deduce de lo que se acaba de exponer), han intentado asumir el papel genérico que, en otros ordenamientos, como el italiano o el español, sigue correspondiendo a la expresión “Derecho mercantil”. Destaca entre ellas, por su carácter oficial, la de “Derecho de la Economía” (Wirtschaftsrecht), bajo la cual se agrupan un amplio elenco de materias, que van desde las que propiamente van referidas al mercado, como el Derecho antitrust, hasta las que contemplan la organización y el funcionamiento de los operadores económicos.
Dicha denominación, con un claro origen doctrinal, no limitado, por otra parte, a Alemania, coexiste en este país, así como en otros, con la fórmula “Derecho de la empresa” (Unternehmensrecht), esta sí circunscrita de manera exclusiva a algunos de sus cultivadores académicos. No ha conseguido, por lo demás, alcance oficial y se ve enfrentada a críticas severas basadas en la aparente ajenidad de la empresa al tronco histórico del Derecho mercantil, tal y como se deduce del HGB; esas críticas, del mismo modo, aluden a la imprecisión características de dicho término, bajo el cual cabe albergar no sólo las materias clásica y modernamente consideradas como mercantiles, sino también otras pertenecientes a disciplinas jurídicas distintas, como el Derecho del Trabajo, por ejemplo.
Por lo que se refiere a Francia, debe registrarse allí, por razones históricas, pero, asimismo, por circunstancias de su propia evolución jurídica, la pujanza de la fórmula “Derecho mercantil”, y su tratamiento con arreglo al ya señalado carácter especial de este último frente al Derecho civil. Ello no ha impedido, sin embargo, el surgimiento de otras propuestas terminológicas, sin consolidación oficial y, por lo que se refiere a los últimos años, carentes de seguimiento. Es el caso del enunciado “Derecho de los negocios” (Droit des affaires) patrocinada por distintos tratadistas y reflejada en el título de algunos libros, utilizados en la docencia y también en la práctica, como expresión de continuidad a lo que, clásica y también, como acabamos de señalar, modernamente, se sigue denominando en el país galo “Derecho mercantil”.
El caso de Italia y de España, por último, muestra relevantes similitudes y alguna diferencia igualmente destacada. Por lo que al primer apartado se refiere, la principal similitud se traduce en la conservación, tanto oficial como práctica, de la fórmula “Derecho mercantil” (“Diritto commerciale”), situando en su ámbito un amplio conjunto de materias ordenadas en torno a las grandes ideas de la empresa y el mercado. En el terreno de las diferencias, por el contrario, quizá quepa destacar la más intensa especialización de esas mismas materias que se observa en el Derecho italiano, frente a una tendencia menor dentro del Derecho español. De ahí, la frecuencia con la que se observa en los profesores italianos, al menos en mi criterio, una decidida orientación específica en su labor investigadora, sustantivando así la materia objeto de análisis preferente y perdiendo la conexión con otros sectores habitualmente insertos en el ámbito del Derecho mercantil.
De la breve semblanza que acabo de efectuar en torno a la denominación de nuestra disciplina, cabe deducir que el enunciado “Derecho mercantil” mantiene una evidente presencia en los distintos ordenamientos; o, dicho de otra manera, “goza de buena salud”, sin perjuicio de los matices reformistas que se acaban de indicar. Es claro, con todo, que la reflexión sobre el nombre constituye no más que un discreto apunte introductorio, de forma similar a lo que la anécdota representa para el historiador. Pero también es cierto que la reflexión al respecto permite poner de manifiesto, siquiera sea en forma esquemática, algunos de los argumentos más relevantes en relación con la incertidumbre actual de la disciplina.
3.1. De la periferia al núcleo.
Si con la referencia a la denominación nos hemos quedado, cabría decir, en la periferia del Derecho mercantil, por tomar en consideración de manera exclusiva ese mismo nombre, hace faltar avanzar hacia su núcleo en la tarea que nos hemos propuesto. Se trata, por tanto, de determinar, en lo posible, el contenido de la disciplina, cuál es su contenido esencial. Y a tal fin no resulta conveniente ni, mucho menos, productivo, apelar a distinciones un tanto escolásticas, como la que durante finales del siglo XIX y comienzos del XX llevó a separar el comercio en sentido jurídico del comercio en sentido económico; en tanto que este último constituía meramente una concreta actividad económica en el mercado, el segundo venía a referirse, si bien de manera harto equívoca, a la relación entre todo tipo de actividad económica en el marco y su ordenación normativa, paradójicamente realizada a través de un Código, llamado “de comercio”.
Más interés tiene, a mi juicio, buscar los elementos estructurantes de la disciplina, tal y como se nos muestran en la realidad cotidiana, y con independencia, según los distintos ordenamientos, claro está, de lo que quepa deducir, formal o materialmente, de los respectivos códigos reguladores. Para nadie es un secreto, en tal sentido, que el primero de esos elementos estructurantes, a lo largo del pasado siglo, ha sido la empresa y, sobre todo, la correlación establecida entre dicha institución de la realidad económica y su titular jurídico, en sus diferentes posibilidades de configuración.
3.2. La empresa.
El tráfico económico en masa, mencionado al comienzo de este trabajo como uno de los elementos propulsores de la autonomía del Derecho mercantil, no era, en realidad, sino una forma vicaria de traer a colación a la empresa y situarla en el núcleo de dicha disciplina, como “centro organizador” de la misma. Es necesario decir, como criterio valorativo de tal planteamiento, que la empresa ha tenido una destacada función estabilizadora del Derecho mercantil, sobre todo a lo largo del pasado siglo, en muy diversos países.
Destaca en este sentido, una vez más, el ordenamiento italiano, donde la empresa adquirió, gracias al Codice civile de 1942, el valor central del que ahora hablamos, pero también el español, desprovisto este ordenamiento, no obstante, de cualquier referencia notoria a dicha institución de la realidad económica. Y es que la citada “función estabilizadora” se pone de manifiesto, desde luego en lo que se refiere a su configuración tanto dogmática como sistemática, sin perjuicio, aunque de manera, si se quiere, implícita, en lo relativo a su ordenación normativa, así como en la forma de resolver judicialmente los conflictos mercantiles.
Por otra parte, partir de la empresa y de su titular jurídico ha permitido expandir las fronteras del Derecho mercantil, notoriamente más allá de lo que constituía su núcleo esencial durante la codificación decimonónica. Así se advierte desde una perspectiva subjetiva, más allá del empresario individual y de las sociedades mercantiles, que habían sido los protagonistas esenciales y únicos del Derecho mercantil codificado. Este ha sido el caso, con diferentes niveles de intensidad a lo largo del tiempo, en función de criterios no propiamente jurídicos, sino, más bien, de política económica, del Estado y los entes públicos, en particular. Lo mismo puede decirse, por otra parte, de ciertas personas jurídicas, como las fundaciones, habitualmente ajenas al ámbito de nuestra disciplina por su carencia de ánimo de lucro, sin perjuicio de que paulatinamente se haya admitido la posibilidad de que sean titulares, bien de manera directa, bien de modo indirecto, de actividades empresariales.
La expansión del Derecho mercantil propiciada por la conversión de la empresa en su principal centro organizador ha tenido reflejo, del mismo modo, en un terreno que podríamos denominar objetivo, atrayendo a su ámbito ciertos bienes y relaciones jurídicas, a veces situados de manera no bien fundamentada en otras disciplinas jurídicas. Es el caso, como es bien sabido, de los llamados bienes inmateriales, tradicionalmente integrados en la denominada – por influencia francesa – propiedad industrial. Esta denominación permitió, de manera efímera, eso sí, el tratamiento de tales bienes desde la perspectiva del Derecho civil, acentuando el lado dominical y situando su titularidad en la órbita, ciertamente no bien fundamentada, de las propiedades especiales.
A este respecto, merece la pena destacar que la exclusiva atribuida al titular de un bien de esta naturaleza no agota su potencial, a la vez, jurídico y económico. Cuando, en tal sentido, nos referimos de manera conjunta, no obstante sus notorias diferencias, a una patente o una marca, no estamos contemplando un bien inerte, que “está ahí” para que su titular lo use a su antojo, sin plan alguno y para funciones de preferente relieve doméstico y privado. Se trata, al contrario, de bienes cuyo empleo adquiere su más genuino sentido en el marco de una explotación empresarial como elemento innovador de la misma y como instrumento activador de su relieve en la lucha competitiva en el mercado.
3.3. El mercado.
Sobre esta base, cabe considerar al propio mercado como el segundo elemento estructurante del Derecho mercantil de nuestro tiempo. No quiere decirse con ello que el mercado sea un ámbito ajeno a la disciplina jurídico-mercantil desde una perspectiva histórica; en tal sentido, merece la pena recordar una conocida frase de Benvenuto Straccha, según la cual el mercado era “la patria común de los mercaderes”. Con todo, una cosa es que sin el mercado no pueda concebirse una disciplina llamada “Derecho mercantil” y otra muy distinta que el propio mercado sea objeto de regulación desde esta misma vertiente, aunque, como es bien sabido, no sea la única.
A este respecto, corresponde a la última centuria el propósito de convertir al mercado en materia regulada desde la perspectiva de su elemento fundamental: la competencia. No hace falta recordar, en tal sentido, que es desde finales del siglo XIX cuando la competencia, y por lo tanto el mercado, se convierte en centro del interés para el legislador mercantil; y ello, desde luego, en lo que atañe a la protección de la libre competencia, por un lado, y, por otro, en lo relativo a la represión de la competencia desleal. En ambos casos puede decirse que el bien jurídico tutelado es el mismo, la competencia, cuyo despliegue, libre y leal, ha de verificarse en el propio mercado.
El relieve del mercado – quizá sería mejor hablar, en nuestro contexto, de “mercados” – para el Derecho mercantil se pone de manifiesto más allá de lo que representa la competencia, en sí misma, y adquiere una significativa dimensión desde el punto de vista del tráfico externo de la empresa, facilitando el surgimiento de nuevas relaciones jurídicas de contenido negocial o modulando el alcance y las características de otras ya conocidas. No se trata sólo de destacar, como se haría en otra época, la importancia de la autonomía de la voluntad a tal efecto, como si las nuevas figuras, en su caso, dependieran única y exclusivamente del criterio individual de los operadores económicos; sin menospreciar el relieve de la libertad contractual, es el mercado, sin duda, el principal factor que acompaña, y en cierto sentido propulsa, su surgimiento, a la vez que modula o matiza, como acabo de señalar, el significado efectivo de ciertos negocios o relaciones jurídicas previamente existentes. En cierto sentido, el mercado otorgaría a tales relaciones una orientación supraindividual, de modo que no se manifestarían como figuras jurídicas aisladas, sino como elementos de un todo jurídico complejo.
Estas elementales consideraciones, de las que han quedado fueras, por inevitables razones de espacio, numerosos asuntos, permiten confirmar la importancia del mercado para la delimitación del Derecho mercantil contemporáneo. No quiere decirse con ello que la empresa haya perdido el destacado lugar que, a tal efecto, ocupó durante el pasado siglo. Sin perjuicio de su mantenimiento con ese mismo carácter, parece evidente el relieve que, igualmente, ha de atribuirse al mercado y que, sin duda, circunda o condiciona la posición y la actividad de las propias empresas en él.
De este modo, el mercado no sólo permite comprender debidamente aquellos sectores del Derecho mercantil vinculados directamente con su regulación y funcionamiento, como puede ser, sobre todo, el Derecho de la competencia, sino también otras ramas, como la propia organización interna de la empresa y, desde luego, su tráfico externo. Ambas vertientes no son, en nuestros días, el resultado exclusivo de la determinación unilateral de dicho operador económico, sino, en buena medida, la consecuencia inexorable de las exigencias que el propio mercado, como ámbito de radicación y de actuación de la empresa, impone.
3.4. Empresa, mercado y Derecho mercantil.
De acuerdo con lo que antecede, puede concluirse que la empresa y el mercado son, desde hace ya tiempo, los hilos conductores de la disciplina jurídico-mercantil y, en cierto sentido, cabría decir que constituyen sus “condiciones de posibilidad”. Por la misma razón, sin embargo, no terminan de hacer posible, en nuestro tiempo, un contenido sustancialmente estable y seguro del Derecho mercantil, contribuyendo así también a su incierta situación actual.
Ello es consecuencia, en primer lugar, de que no resulta posible trazar una equivalencia estricta entre las citadas magnitudes y la disciplina jurídico-mercantil, al modo (matemático) de una singular correspondencia biunívoca. Otros sectores del ordenamiento jurídico, como es bien sabido, toman como referencia de su particular contenido al mercado y a la empresa, aunque quizá pueda sostenerse que no lo hacen con la intensidad y la esencialidad que resultan propias al Derecho mercantil.
A esa misma incertidumbre contribuye, en segundo lugar, el dinamismo del mercado, de muy difícil previsión, a pesar del extraordinario desarrollo técnico y tecnológico de nuestro tiempo al respecto. Pero también debe mencionarse la versatilidad de la empresa, cuya actividad (en el mercado) se extiende a múltiples sectores, con integración de intereses no necesariamente coincidentes con los que resultan propios de la explotación empresarial, no siendo fácil su coexistencia y correspondiente areticulación.
En esta misma línea, hay que aludir, por último, a la relación que cabe establecer entre mercado y empresa, no de manera abstracta, sino como “hilos conductores”, según se ha dicho, de la disciplina jurídico-mercantil. A tal efecto, habría que preguntarse si ambas categorías ocupan una posición equiparable o si entre ellas sería posible establecer alguna diferencia, quizá de prioridad, a la hora de concretar de manera más precisa el sentido y el significado actuales de las materias que denominamos “Derecho mercantil”.
Sin entrar en mayores profundidades, en busca, tal vez, de un argumento ontológico que permita responder a la pregunta planteada, sí parece posible afirmar la primacía sustancial del mercado frente a la empresa, por ser aquél, tomando como base algunas categorías de la filosofía de Ortega y Gasset, y en línea con algo ya expresado previamente, la “realidad radical”, siendo todas las demás, incluida la empresa, “realidades radicadas” precisamente en el mercado.
Esta afirmación no debe ser entendida, sin embargo, de una manera absoluta, de modo que el mercado constituya una suerte de “variable independiente” de imposible afectación por parte de quienes, como la empresa, aparecen radicados en él. No debe ignorarse, en tal sentido, y el surgimiento del Derecho de la competencia, sobre todo en su vertiente anti-trust, es buena prueba de ello, que algunos operadores económicos, singularmente las grandes empresas, pueden soslayar, tanto en el espacio como en el tiempo, los condicionamientos derivados de la existencia misma del mercado.
No es la empresa, por ello, una variable estrictamente dependiente del mercado, de modo que entre ambos haya meramente una conexión, digamos, unilateral y unidireccional; sí debe afirmarse, con todo, la ya advertida prioridad de éste sobre aquélla, lo que, a mi juicio, va siendo objeto de progresiva consolidación a la hora de establecer el contenido, en nuestro tiempo, del Derecho mercantil, sin que ello permita despejar plenamente la incertidumbre relativa a la disciplina, tantas veces mencionada.
Siguiendo adelante en nuestra exposición, y en estrecha relación con el contenido del Derecho mercantil, debemos prestar atención, seguidamente, a una perspectiva ciertamente conectada con la anterior, pero que disfruta de una cierta independencia, por no ser propiamente un asunto relativo al contenido de dicha disciplina, sino, más bien, al modo de articular ordenadamente su amplia extensión material. Dicho de otra forma, se trata de contemplar, tan esquemáticamente como en el caso de los supuestos anteriores, la tradicional pregunta por la estructura sistemática que quepa otorgar al Derecho mercantil a fin de conseguir su adecuada presentación y comprensión.
En este punto, quizá convenga comenzar señalando la dificultad de someter las materias propias de nuestra disciplina a una rigurosa ordenación sistemática, al menos como resulta posible observar en otros sectores del ordenamiento.
Sin entrar en demasiados detalles, parece evidente que en disciplinas como el Derecho penal, el Derecho administrativo o el Derecho tributario, resulta posible ordenar su contenido, en ocasiones (como en el caso del Derecho administrativo) de extraordinaria amplitud y diversidad, con arreglo a criterios estrictamente racionales, comúnmente articulados alrededor de las grandes categorías ordenadoras que son la “parte general” y la “parte especial”. Ello es así, sin perjuicio de que, en determinadas materias, como sucede, de nuevo, con el Derecho administrativo, esa ordenación sistemática suponga un punto de partida – si se quiere una summa divisio – a la que, inevitablemente, habrán de seguir nuevas divisiones y subdivisiones.
Pero, con independencia de estas circunstancias, cuya dificultad a los efectos de la sistematización de esas mismas disciplinas no puede considerarse menor, resulta notorio que no cabe trasladar al Derecho mercantil la reseñada perspectiva sistematizadora, incluso en sus niveles más elementales. Se ha destacado con frecuencia que en nuestra disciplina no es posible hablar de una parte general, susceptible de acoger las grandes reglas jurídico-mercantiles, ni tampoco existen, propiamente dichas, partes especiales, cuyas líneas fundamentales, más allá de los múltiples detalles, puedan entenderse desde esas mismas reglas.
Resulta posible, por lo demás, confirmar este punto de vista, teniendo en cuenta que los elementos estructurantes de la disciplina, a los que acabo de hacer referencia, es decir, la empresa y el mercado, constituyen supuestos constantes de todos sus sectores, sin ser, por otra parte, exclusivos de ellos, como se ha indicado ya en varias ocasiones.
Serán, entonces, la empresa y el mercado los supuestos alrededor de los cuales deba ordenarse sistemáticamente el Derecho mercantil. No resulta claro el modo en que haya de producirse la articulación entre ambos a los efectos que ahora nos ocupa; sobre la base de la prioridad concedida al mercado, tal y como se ha advertido previamente, sería lógico partir del mercado a la hora de configurar un programa, investigador y, particularmente, docente, de nuestra disciplina, identificando y analizando el significado de su concreta regulación de manera genérica.
Esa consideración inicial del mercado, a la que debería seguir sistemáticamente la empresa y su titular, en los términos que nos son conocidos en particular desde el Derecho de sociedades, no debería agotar, con todo, su relieve a la hora de sistematizar el Derecho mercantil a los fines indicados; más allá de la ordenación normativa básica del mercado, que constituiría la “puerta de acceso” a nuestra disciplina, resulta evidente su relieve específico para numerosos sectores de la misma gracias a la configuración de distintos mercados, cuyo régimen específico serviría, a su vez, de marco para el análisis de los negocios y relaciones jurídicas de las empresas actuantes en cada uno de ellos.
5.1. Premisa.
El siguiente supuesto al que haremos referencia en este rápido análisis del Derecho mercantil y de su incierto presente viene constituido por los distintos aspectos que configuran su ordenación normativa; no se trata tanto de prestar atención a su contenido, por vía de su regulación, materia inseparable del supuesto anterior, sino, más bien, de considerar los modos de llevar a cabo esa ordenación normativa en nuestro tiempo, es decir, nos situamos, con perspectiva clásica, en el terreno de las fuentes del Derecho mercantil. Este planteamiento puede parecer obvio e, incluso, innecesario; no obstante, y sin perjuicio de la sustancial continuidad que puede observarse en esta materia, desde hace cierto tiempo cabe apreciar alguna novedad significativa, idónea para producir, aun desprovista de carácter general, consecuencias relevantes en la realidad jurídico – mercantil.
5.2. La ley y su creciente complejidad (el Derecho firme).
No parece dudoso que, en la actualidad, sea la ley la principal fuente de nuestra disciplina. Tomamos aquí la palabra “ley” con cierta holgura, pues con ella no se trata sólo de aludir a la forma de manifestación de una determinada regulación normativa, sino de considerar, más bien, el modo de producción del Derecho característico de entidades de naturaleza pública, bien sean puramente nacionales, bien tengan dimensión supranacional. Al mismo tiempo, entendemos por regulación legal aquella que se expresa, esencialmente, a través de normas vinculantes, sin perjuicio de la variable presencia en ella, claro está, de preceptos dispositivos, a través de las cuales se manifiesta la autonomía de la voluntad, uno de los elementos histórica y actualmente claves del Derecho mercantil; autonomía de la voluntad, dicho sea en inciso, que muestra perfiles propios, directamente vinculados con el mercado y la empresa, frente a su significado civil, directamente vinculado, al menos en la tradición codificada, al “individuo propietario” (en este sentido, M. Libertini).
También en el imaginario jurídico tradicional, la ordenación normativa derivada de una ley aparecía dotada de una considerable estabilidad, al tiempo que encarnaba uno de los ideales del Derecho, la certeza, según ya ha habido ocasión de señalar. No hace falta insistir ahora en la inexactitud de este planteamiento en nuestro tiempo, donde, quizá de manera provocativa, se ha considerado que una característica esencial del Derecho (legislado) consiste precisamente en su reformabilidad (así, como es sabido, se expresa N, Irti). De este modo, la ordenación legal se convierte en un acelerado campo de experimentación, mediante las sucesivas reformas, que deterioran no sólo la estabilidad reguladora, sino, sobre todo, su certeza.
Tales consideraciones, de orden general, como es bien sabido, resultan de especial relieve cuando se aplican al Derecho mercantil. Y ello, no sólo por la incesante actividad de los legisladores nacionales, sino por la extraordinaria incidencia que en dicha disciplina ha de atribuirse al legislador internacional, con especial relieve, como es bien sabido, de la Unión europea. Las normas “legales” de esta última, sobre todo las directivas, obligan a una renovación constante de los ordenamientos correspondientes a los Estados miembros, introduciendo un nuevo factor de incertidumbre a la hora de determinar el “estado de vigencia” en las distintas materias mercantiles; ello es así, con particular relieve en lo que se refiere al Derecho de sociedades y del mercado de valores, sin olvidar aspectos de Derecho del mercado y de la materia concursal.
5.3. El protagonismo creciente del Derecho blando (soft Law).
Si la ley, esencialmente reformable y crecientemente compleja por lo que a su contenido se refiere, sigue siendo la principal fuente de ordenación normativa en nuestra materia, no conviene ignorar la presencia, cada vez más significativa, de otra modalidad de ordenación normativa a la que, por lo común, se denomina “Derecho blando” (soft Law). Su presencia en el Derecho mercantil resulta cada vez más significativa y destaca sobre todo su relieve en algunos de sus sectores, como el Derecho de sociedades, a través de los llamados “códigos de buen gobierno” de las sociedades cotizadas. También es notorio su protagonismo en el Derecho de la competencia, gracias a las recomendaciones provenientes de las autoridades supervisoras del mercado, como sucede, de manera singular, con la Comisión de la Unión europea.
Es común a todo Derecho blando, aunque ello pueda resultar sorprendente en una primera consideración, la ausencia de carácter vinculante de sus reglas, las cuales, en esencia, no pasan de ser meras recomendaciones dirigidas a sus potenciales destinatarios. Son éstos quienes, en su caso, decidirán si las siguen o no, quedando sometidos en caso de inobservancia a la carga (onus) de explicar al mercado los concretos motivos de su conducta.
No es posible entrar aquí en la discusión, más propia de la Teoría del Derecho, sobre la auténtica naturaleza de este Derecho blando, de si nos encontramos ante una auténtica ordenación jurídica – todo lo peculiar que se quiera – o si, más bien, sus principios y recomendaciones constituyen meramente un conjunto de proposiciones de alcance más bien moral, antes que jurídico. Lo cierto es que, en lo que atañe al Derecho mercantil, su presencia, como ya se ha advertido, adquiere particular relieve, quedando abierta la importante cuestión del modo de su coexistencia con el Derecho firme realmente existente en la materia objeto de consideración por el Derecho blando. No ha habido especial dedicación de la doctrina a este asunto, a pesar de la trascendencia que pueda llegar a tener, por ejemplo, en el Derecho de sociedades, lo que permite poner de manifiesto un nuevo elemento de incertidumbre respecto del sentido y el alcance de nuestra disciplina.
5.4. La costumbre.
Fuera ya de la regulación legal, sin detenernos en si se trata de Derecho firme o, como se acaba de señalar, de Derecho blando, resulta obligado referirse, aunque sólo sea de manera elemental, a la costumbre como fuente de nuestra disciplina, al menos por razón de su relevante trayectoria histórica. Para nadie es un secreto, además desde hace considerable tiempo, el retroceso constante de la costumbre, al menos si la entendemos en un sentido clásico. Y ello, a pesar de que en numerosos códigos de comercio, como por ejemplo el español, la costumbre (o los usos mercantiles, según se prefiera) aparece todavía reflejada expresamente entre las fuentes del Derecho mercantil, con un relieve, al menos sobre el papel, superior al Derecho civil o común.
No es seguro, sin embargo, que la regulación por vía consuetudinaria haya de considerarse definitivamente erradicada de nuestra disciplina o, cuando menos, sea posible afirmar su sustancial irrelevancia. Sin perjuicio del extraordinario relieve de la regulación legal, su misma “reformabilidad”, así como el dinamismo del mercado y la versatilidad de la empresa, ya advertidos, con surgimiento de figuras y supuestos parcial o completamente nuevos, permiten afirmar, si acaso de manera circunstanciada y concreta, la existencia de una “nueva oportunidad” para los usos.
No pensamos, desde luego, en la formación de costumbres al modo lento e inorgánico de épocas pasadas y de ámbito territorial restringido; se trata, más bien, de que por caminos diversos, con protagonismo no sólo de los operadores económicos (en particular, de los más grandes), gracias al relevante papel de la autonomía de la voluntad pero también por vías de relativa oficialidad, se aprecia la consolidación de conductas y prácticas que vienen a cubrir el vacío que dejan las circunstancias recién expuestas (reformabilidad, dinamismo de mercado y versatilidad de la empresa).
Por otra parte, el marco para el surgimiento de nuevos usos trasciende, por lo común, la vertiente puramente nacional para adquirir una dimensión superior, en ocasiones de alcance mundial. No se trata sólo de constatar el floreciente relieve de la (nueva) lex mercatoria, sin ignorar, por otra parte, el modo de su formación, al hilo de la actividad de los operadores del comercio internacional; es necesario advertir que, bien sea con esa configuración, bien de otra manera, nos encontramos con prácticas consolidadas en diversos ámbitos del mercado y la empresa, mediante las cuales termina cristalizando una determinada convicción jurídica.
El sector del gobierno corporativo, antes aludido a propósito del Derecho blando, es un campo idóneo para comprobar tal circunstancia; ello es así gracias, entre otras cosas, a la incorporación a su ámbito de supuestos tan relevantes como la responsabilidad social o la sostenibilidad, carentes, por lo común, de una suficiente ordenación normativa por la vía del Derecho firme, y abiertos, en consecuencia, al diseño de best practices y a la consiguiente formación de usos, en ocasiones de alcance supranacional.
A la hora de extraer algunas conclusiones de la esquemática exposición efectuada, quizá quepa afirmar, como primer resultado, que el Derecho mercantil contemporáneo constituye, más allá de las incertidumbres aquí presentadas, una disciplina sustancialmente autónoma. Aunque su condición de Derecho especial frente al Derecho civil todavía contenga elementos auténticos, y de operatividad en la práctica, sobre todo en los países con dualidad de códigos de Derecho privado, no parece posible reducir su alcance a esta dimensión secundaria. Ello es consecuencia, como se ha intentado exponer, de su estricta vinculación con la empresa y el mercado, como elementos estructurantes de su sentido y como elementos propulsores de su desarrollo.
Dicha vinculación, con todo, representa, en cierto sentido, el elemento explicativo del “presente incierto” de nuestra disciplina, que da título al presente trabajo. A la vista de las características propias del mercado y de la empresa, así como de las circunstancias generales del Derecho en nuestros días, sumariamente consideradas aquí, no parece posible deducir un Derecho mercantil objetivamente estable y sistemáticamente firme. Por ello, la materia jurídico-mercantil se sitúa en estricta dependencia de sus “condiciones de posibilidad” (es decir, la empresa y el mercado); y quizá por tal motivo el formato propio del código, tal y como se configuró en la etapa decimonónica, no sirva para conseguir resultados equivalentes a los vistos con motivo de la codificación civil, penal o procesal.
No quiere decirse con ello que el “destino regulador” del Derecho mercantil sea imprevisible o puramente aleatorio, al calor de las tendencias del momento o, lo que sería mucho peor, del capricho legislativo. Que las circunstancias señaladas dificulten la ordenación normativa de la creciente y compleja materia mercantil no debe entenderse como una invitación a asumir lo inevitable, eludiendo una rigurosa tarea reguladora, sin perjuicio de su limitada vigencia.
Por tal motivo, considero un notorio error que, en España, haya decaído el Anteproyecto de Código Mercantil de 2014, ignorando así el valioso trabajo llevado a cabo durante años por un amplio elenco de mercantilistas. Más allá de sus en ocasiones discutibles planteamientos (como la aceptación del “operador del mercado”, junto con el empresario), su aprobación podría haber contribuido a dotar de cierta estabilidad al Derecho mercantil español. Esta circunstancia, hoy por hoy inimaginable, hubiera servido además para acabar con la ficción que representa el todavía vigente Código de comercio, algunos de cuyos ya escasos preceptos, por las muchas modificaciones sufridas, todavía mantienen intacta la redacción que recibieron en el momento de su promulgación (1885). Es el caso, por ejemplo, de las normas comunes al “contrato de compañía”, es decir, la, si queremos, “parte general” del Derecho de sociedades mercantiles, cuyos criterios de política jurídica y su utilidad práctica, dicho sea sin especial acento crítico, resultan hoy más que discutibles.
En cualquier caso, y siendo conscientes de la inseguridad actual en nuestra materia, el jurista dedicado al estudio y la construcción dogmática del Derecho mercantil, es decir, el jurista académico, aunque su trabajo tenga utilidad para todo el gremio profesional, debería ser consciente de un singular extremo, puesto de manifiesto por el profesor Girón Tena, en su ya veterano trabajo “El concepto del Derecho mercantil” (Anuario de Derecho Civil, 1954). Intentaba destacar el profesor español en forma clara y concisa lo que aquí se ha expuesto sin esas positivas cualidades a la hora de buscar el sentido de nuestra disciplina o, más propiamente, qué debería entenderse por “Derecho mercantil”. Así, y con frase que se ha reproducido frecuentemente en el círculo jurídico español, sostuvo el profesor Girón que “el concepto del Derecho mercantil no es algo que es, sino que está siendo continuamente”.
Con esta frase, a la que quizá resulten inherentes algunos planteamientos de cuño filosófico, se intentaba destacar la esencial dimensión histórica de nuestra disciplina y, a la vez, la imposibilidad de fijar un concepto de la misma de validez intemporal, y por tal razón, ajeno a su evolución histórica. Intentando extraer de la frase transcrita y de la doctrina que le sirve de base alguna enseñanza sólida, tal vez pueda decirse que la situación de un sector del ordenamiento como el Derecho mercantil venga caracterizada, de manera permanente, por la incertidumbre.
Sucede, sin embargo, que la dificultad de conseguir algún saber objetivo y cierto sobre nuestra disciplina – pretensión que nunca debería olvidar el jurista dedicado al Derecho mercantil – puede ser mayor en unas épocas que en otras; quizá el tiempo presente sea uno de esos momentos en los que, por diversas circunstancias, algunas de las cuales se han expuesto resumidamente aquí, la dificultad sea de mayor nivel. De ser así, y no tengo dudas de que así sucede en nuestro tiempo, la consecuencia inmediata es una urgente llamada a incrementar el rigor analítico y sistemático por parte de los estudiosos; se trata de evitar de este modo, y con ello concluyo, algunos de los males que hoy aquejan al gremio de los juristas, y cuya superación parece condición sine qua non para poder saber de qué hablamos cuando nos referimos al Derecho mercantil, haciendo operativo, funcional y equitativo su amplio, variado y complejo contenido